Positivismo y catolicismo[1]
Jorge Lagarrigue
Señores:
Antes de separarnos, debo resumir esta larga exposición, indicando los principales caracteres de la gran doctrina que viene a establecer una armonía completa y definitiva en el individuo, en la familia, en la patria y en la Humanidad. Más que ninguna de las doctrinas que la han precedido y preparado, ella merece el bello título de Religión, porque ella sola ha abrazado y coordinado en toda su plenitud, las tres partes constitutivas de nuestra existencia individual y social: el sentimiento, la inteligencia y la actividad. Indispensable al orden y al progreso de toda sociedad, la Religión, como lo indica esa palabra admirablemente construida, no tiene, en efecto, otro fin que realizar en nuestra vida personal y social un estado de completa unidad, de plena armonía, haciendo converger todas sus partes hacia un destino común. Siempre ha empleado para llenar su objeto estos dos modos de acción: Reglar por una parte, cada naturaleza individual por medio de un Ser, cuya bondad y superioridad reconocidas reclamen al mismo tiempo nuestro amor y nuestra sumisión; y ligar, por otra, todas las individualidades entre sí, reuniéndolas en torno del mismo Ser Supremo, a quien todas deban igualmente amar, conocer y servir. Tal ha sido el glorioso y sublime oficio de las religiones del pasado; todas han tendido a fundar la unidad humana, combatiendo el egoísmo que nos divide, y desarrollando el altruismo que nos une. A los esfuerzos provisorios de las religiones teológicas, sucede hoy la acción sistemática y definitiva de la religión demostrable, para continuar la grande obra del progreso humano: la subordinación del egoísmo al altruismo, o el triunfo del amor universal. Dejando de la mano a sus antiguos tutores los dioses, que tanto la sirvieron, la Humanidad toma en fin la dirección de sus propios destinos, pues, gracias al genio del más grande de sus hijos, sabe ya claramente de dónde viene y a dónde va.
Naturalmente destinada a reglar y coordinar todos los aspectos de nuestra existencia, la Religión de la Humanidad se compone de tres partes fundamentales: el Culto, el Dogma y el Régimen, que reglan respectivamente nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos. Antes de entrar en el estudio de cada una de ellas, os mostré el Gran Ser real, la Humanidad, centro inmutable de la unidad final, a cuyo alrededor vendrán a agruparse todos sus hijos movidos por un mismo amor, guiados por una misma fe, y dedicados a una misma actividad. Todo lo que somos, todo lo que poseemos, bienestar, riquezas, lenguaje, ciencias, artes, moralidad lo debemos enteramente a la Humanidad, a ese conjunto de seres convergentes, que, con sus trabajos, su abnegación, sus sufrimientos aún, han contribuido al perfeccionamiento físico, intelectual y moral de nuestra especie. Una larga serie de siglos de continuada labor, ha sido menester para elevarnos de la miseria y del egoísmo de las edades primitivas hasta los esplendores de la civilización moderna, cuyos beneficios, sin embargo, no podemos todavía gozar plenamente, colocados como estamos en medio de la necesaria, pero dolorosa transición, que ha de conducirnos al régimen de la paz y de la armonía universales. Reconozcamos, pues, con gratitud filial el poder supremo de la Humanidad, su bondad infinita, que no cesa de aliviarnos en nuestros trabajos, de consolarnos en nuestros dolores, de purificar nuestras bajas pasiones, de iluminar nuestra inteligencia, de exaltar nuestros instintos generosos, y de guiarnos por el camino del bien a la verdadera felicidad, la virtud. Amar, conocer y servir a la Humanidad, tal es la ley sagrada del deber, y el ingrato que la desconozca, ni aun mereció haber nacido. La paz y la unidad del alma humana no pueden obtenerse sino por la consagración continua de sus facultades afectivas, intelectuales y activas, al servicio del Gran Ser que nos domina, protege, educa y perfecciona.
Tener nuestra alma siempre elevada hacia lo bello y lo bueno, hacia el ideal de la perfección moral, en una palabra, hacia la Humanidad, he ahí el gran fin del Culto positivista. El amor, única fuente de las buenas acciones, no puede mantenerse vivo y crecer en nuestro corazón, sino por un perseverante cultivo de todos los días; y, después de la práctica del bien, la mejor manera de cultivarlo es expresar nuestros sentimientos de amor y reconocimiento hacia los seres queridos, a quienes debemos todo lo que somos, y que son para nosotros verdaderas personificaciones de la Humanidad. Representante de la bondad del Gran Ser, la mujer, como madre, como esposa y como hija, despierta y desarrolla los sentimientos generosos en el corazón del hombre: ella es nuestra verdadera providencia moral. Nuestro culto íntimo, dirigido a esos tres ángeles guardianes, fortifica y engrandece esa benéfica influencia de la mujer sobre el hombre, pues nos recuerda los beneficios que les debemos, y nos hace vivir con esos admirables modelos de ternura y de pureza. Preparados por este santo culto de la mujer, nos elevaremos hasta la adoración colectiva de la Humanidad, celebrando, con toda pompa, en sus templos públicos, sus incomparables servicios. Reunidos por una común simpatía en estas fiestas solemnes, los servidores del Gran Ser sentirán crecer su veneración y su amor por Él, y volverán, a sus labores respectivas, mejor dispuestos para aliviar la suerte de las generaciones presentes y futuras. Amar y servir, orar y trabajar, he ahí las dos nobles ocupaciones de toda digna vida, y que, en nuestra religión, se confunden en una sola: porque la oración o la expresión de nuestras mejores emociones, es un verdadero trabajo por el cual perfeccionamos nuestra propia naturaleza moral, y nos preparamos así para el servicio de nuestros semejantes; y el trabajo, por su parte, no es sino un acto de adoración, cuando está dirigido por el amor de la Humanidad y se ejecuta en beneficio suyo.
Otra sería nuestra suerte, si el mundo exterior presentara menos obstáculos a la satisfacción de nuestras necesidades materiales, pues el triunfo del amor habría sido más fácil, y la Religión se habría encontrado casi reducida al culto. Pero colocados en un mundo lleno de dificultades materiales, que crean otras dificultades en el orden social y moral, estamos obligados a estudiar continuamente el orden universal, sea para someternos, con una humilde resignación, a sus condiciones inmutables, sea para modificar sabiamente sus disposiciones modificables. Así se explica la necesidad del Dogma, o conocimiento del orden universal, base indispensable de la Religión, y fuente esencial de las variaciones que ella ha experimentado al través de los siglos. Concluye, en el nuestro, la era de esas variaciones, pues a los dogmas ficticios e indemostrables de las religiones teológicas, sucede hoy el dogma real y demostrable de la Religión de la Humanidad. Indicada esta diferencia fundamental, conviene señalar la analogía característica de nuestro dogma con los de todas las religiones del pasado, en cuanto proclama, como ellos, que la moral es la primera de las ciencias, y en cuanto resume los conocimientos humanos en el famoso lema de la sabiduría antigua, completándolo: Conócete a ti mismo para mejorarte. Obra de genio fue el encontrar esa escala admirable de las ciencias, que nos lleva por grados insensibles desde los más sencillos problemas de la matemática hasta las más sublimes concepciones de la moral, pasando sucesivamente por las cinco ciencias intermediarias: astronomía, física, química, biología y sociología; pero fue obra de profundo amor y de verdadera religión, el decir con plena autoridad y justicia, a las ciencias que preceden la moral: Vosotras no sois sino ciencias preparatorias; nada valéis si vuestros estudios no convergen hacia el estudio y mejoramiento del hombre; separadas de la moral no sois sino ciencias inútiles o perjudiciales a la inteligencia y al corazón. Ninguna religión, sino ésta, ha conseguido reglar la razón humana y darle, al mismo tiempo, entera satisfacción en sus aspiraciones a la realidad, desarrollar el espíritu y subordinarlo, sin embargo, al corazón, en una palabra, conciliar plenamente el amor y la ciencia.
Nunca el Catolicismo pudo abrazar y consagrar convenientemente, en su síntesis, la existencia práctica, preocupado como estaba ante todo, del fin extraterrestre de la vida humana. Otro título de gloria, otro carácter distintivo del Positivismo es la institución social y altruista de su régimen: no vivimos, no trabajamos para nosotros, para nuestra salvación personal, sino para una obra colectiva, inmensa, eterna, que, legada gratuitamente a nosotros por nuestros predecesores, debemos transmitir, mejorada y aumentada, a nuestros descendientes. Bello espectáculo y noble alimento ofrece al corazón y al espíritu esa admirable concepción del Positivismo sobre la vida social; cada individuo, cada familia sienten así crecer su dignidad y felicidad, al considerarse cooperadores necesarios del perfeccionamiento material, intelectual y moral de nuestra especie. La máxima moral, Vivir para los demás: la Familia, la Patria y la Humanidad, regla toda nuestra existencia individual; pues ella nos exige la compresión habitual de los instintos egoístas y el desarrollo continuo de los afectos altruistas o simpáticos, para hacernos así cada vez más aptos al servicio social. El Positivismo consolida y engrandece también la existencia doméstica, dándole un carácter altruista, pues proclama que la familia no es sino una institución social, destinada a preparar el hombre a la vida cívica, por la dulce influencia que sin cesar ejercen sobre él la ternura y la moralidad femeninas. Sólo ahí se adquieren las dos virtudes fundamentales que forman la base de todo civismo: el respeto o veneración que nos conduce a la obediencia voluntaria a nuestros superiores, y la abnegación o bondad que nos hace dignos de mandar a nuestros inferiores. De ahí surge la gran máxima, sobre la cual reposa el régimen público: abnegación de los fuertes por los débiles; veneración de los débiles hacia los fuertes.
Indicados ya brevemente los caracteres esenciales del culto, del dogma y del régimen positivista, que están contenidos en nuestra fórmula sagrada, “El amor por principio, y el orden por base; el progreso por fin”, réstame resumir la historia de las preparaciones que exigía la fundación de la religión final. La Humanidad no podía comenzar por el positivismo, es decir, por el régimen de la actividad industrial dirigida por una doctrina demostrable, porque, en sus principios, ni conocía las leyes del mundo que la rodeaba, ni tenía casi acción sobre él. Falto de nociones reales sobre el mundo exterior, el hombre supuso, como era natural, que todos sus fenómenos eran producidos por voluntades análogas a las suyas; y de ahí el nacimiento del teologismo. Del mismo modo, repugnándole desde luego todo trabajo regular, escaso de recursos materiales, y cediendo a la incitación, tan poderosa entonces, del instinto destructor, buscó en la guerra lo que el trabajo no podía proporcionarle todavía. El teologismo y la guerra se encuentran siempre en los orígenes de todas las sociedades humanas, y han presidido por largo tiempo a su desarrollo progresivo.
A impulso de los progresos del entendimiento humano, el fetichismo primordial, que da a todos los seres los atributos de la vida, se transforma gradualmente en politeísmo, que supone que la actividad de la materia o los fenómenos observados en los cuerpos, son producidos por seres invisibles, que tienen absoluto poder sobre ellos. Bajo el dominio de las creencias politeístas, fúndase el régimen teocrático, el único que haya establecido una armonía estable y duradera entre las tres grandes fuerzas humanas: el sentimiento, la inteligencia y la actividad. Pero esta coordinación era prematura, porque esas fuerzas no estaban suficientemente desarrolladas, y en ella se sacrificaban las condiciones del progreso a las condiciones del orden, dando así el sello de la inmovilidad a las sociedades antiguas. Menester fue, pues, romper con el orden teocrático, y comenzar una incomparable evolución que, desenvolviendo cada una de las fuerzas humanas, preparase al mismo tiempo la síntesis final, que ha de coordinarlas definitivamente, respetando y conciliando las dos condiciones fundamentales de toda sociedad: el orden y el progreso. La Grecia abre la marcha, independizando y cultivando la inteligencia con un éxito que nos sorprende aún; la sigue Roma, que da un admirable vuelo a la actividad social, destinándola a imponer la paz al mundo. Ambas cultivaron una sola de nuestras fuerzas, descuidando el sentimiento, fuente de la armonía y de la moralización de esas fuerzas; pero ambas contribuyeron a formar el régimen católico feudal: Grecia, disponiendo los espíritus al monoteísmo; Roma, preparando, por su conquista temporal, la conquista espiritual del catolicismo. La decadencia y la corrupción de Grecia y Roma vinieron a mostrar la necesidad de fundar en el sentimiento la base indestructible de la moralidad humana: tal fue el noble destino de la transición católico-feudal.
Después de varios siglos de esplendor, el régimen de la Edad Media comenzó a disolverse por el choque de sus propios elementos. Cumplió su misión, proclamando la supremacía de la moral sobre la política, elevando a la mujer en dignidad e influencia sociales, y emancipando a las clases laboriosas. Ese régimen hizo así surgir los elementos de la sociabilidad moderna, y de él datan los inmensos progresos materiales e intelectuales que caracterizan la civilización occidental de la Europa. Pero esta ardiente actividad científica, filosófica, estética e industrial, manifestó muy pronto su absoluta incompatibilidad con el teologismo, pues mientras éste se preocupaba sólo de los intereses celestes, aquélla, despreciando cada vez más esa destinación quimérica y egoísta, se dedicaba, con celo creciente, al mejoramiento real de las condiciones físicas y sociales de la Humanidad. Este gran movimiento progresista presentaba, sin embargo, un carácter anárquico, que dura aún; porque en su ataque al catolicismo, desconocía la supremacía del sentimiento y la preeminencia del progreso moral. Faltaba a los elementos científico e industrial, el elemento afectivo y moral que debe dirigirlos, reglarlos y armonizarlos. La ciencia misma se encargó de suministrarlo, elevándose hasta el estudio de los fenómenos sociales y morales, y transformándose en una verdadera religión, por la construcción del dogma de la Humanidad.
Este dogma positivo, término final de la sabiduría humana, satisface y concilia plenamente los tres elementos de nuestra naturaleza, la inteligencia, la actividad y el sentimiento, sucesivamente cultivados por Grecia, Roma y la Edad Media. De hoy más nuestros afectos, nuestros pensamientos, y nuestros actos no pueden encontrar nobleza, dignidad, grandeza, y armonía mutua, sino dirigiéndose a la Humanidad, ese ser inmenso y real, a cuyo pasado lo debemos todo, en cuyo presente vivimos, y cuyo porvenir ha de juzgarnos necesariamente. Ella se ocultaba, hasta aquí. a nuestra vista, detrás de esos seres ideales que ella misma creó para dirigirse en sus primeros pasos. Ella se nos aparece hoy en toda su espléndida realidad. mostrando su suprema bondad y su supremo poder, y pidiendo justamente para sí el tributo de adoración, por tan largo tiempo rendido a sus representantes imaginarios. Tachará de impío o de obstinados ignorantes a los que persistieren en desconocerla como al único ser supremo real. El ingrato que niegue la Humanidad y sus incontestables servicios, no puede aún proferir esa blasfemia, sin emplear un instrumento que no debe sino a ella: el lenguaje, esa obra colectiva en la que han participado todas las generaciones pasadas. El hombre solo, nada es, nada puede en presencia del mundo exterior; sin un auxiliar, quedaría siempre reducido a la simple animalidad; todo nos prueba que entre el Hombre y el Mundo es necesaria la Humanidad. Ella sola es nuestra verdadera providencia física, intelectual y moral.
La rápida y sumaria exposición que acabo de hacer de nuestra doctrina, está únicamente destinada a mostraros, una vez más, su carácter fundamental. El Positivismo, como veis, no es una obra de negación, de ataque, de destrucción; es exclusivamente una obra de afirmación, de concordia, de construcción. Siguiendo las huellas de las religiones pasadas y apropiándose sus resultados esenciales, viene a organizar, sobre bases positivas, nuestra vida moral y social. En nombre de la Humanidad, continúa el perfeccionamiento y la redención del hombre, perseguidos hasta aquí sólo en nombre de Dios. Todos los deberes humanos, todas las instituciones fundamentales de la sociedad, insuficientemente defendidas ya por un teologismo en disolución, adquieren una consistencia inquebrantable y una autoridad irresistible, bajo el manto sagrado de la Religión demostrable.
Cesa en adelante todo pretexto para la persistencia del negativismo revolucionario, cuya pasajera utilidad no se justifica sino por la necesidad de preparar y de fundar la religión final. El plano sublime del eterno edificio religioso, que ha de abrigar en su seno a la raza humana toda entera, está ya trazado, con mano maestra, por el genio incomparable de Augusto Comte. Los nobles corazones, las inteligencias elevadas, los grandes caracteres, en una palabra, las almas escogidas, a cualquiera clase social que pertenezcan, no pueden vacilar un momento, en cooperar a esta inmensa construcción, que ha de realizar la felicidad del género humano. Sólo los egoístas, los ignorantes y los caracteres pusilánimes permanecerán fríos y mudos, delante de los llamados de la Humanidad, para que la ayuden en su última, difícil y gloriosa transformación. Los que persistan en la fácil tarea de ensañarse contra el cadáver del teologismo, y queden indiferentes u hostiles al Positivismo naciente, manifestarán, con esta conducta, que sólo desean libertarse de toda regla, de todo deber, y que no poseen el menor interés real por los destinos de la Humanidad. La única manera de enterrar dignamente al teologismo, es reemplazarlo por una doctrina superior en grandeza moral, en aptitud mental y en eficacia social. Si nosotros llamamos a nuestras filas a los partidarios sinceros del catolicismo, es para conducirlos a una creencia más religiosa, es decir, más apta para reglar y perfeccionar al hombre, y para ligar a los hombres entre sí, realizando la unidad mental y moral de nuestra especie.
Antes de comenzar la comparación entre el Catolicismo y el Positivismo, que pondrá de manifiesto la superioridad incontestable de éste sobre aquél, debo aún insistir en nuestra actitud respecto de la gran doctrina que nos ha precedido en la historia, y que en vano intenta detenerse hoy, en su inevitable disolución. Lejos de maldecirla, como hizo ella con sus antecedentes greco-romanos, nosotros la proclamamos respetuosamente nuestra precursora indispensable, y la glorificamos por los eternos servicios que ha prestado a la Humanidad. Nos reconocemos sus herederos en la grande obra del progreso humano, y venimos a realizar el programa social que ella sólo pudo plantear: la separación de los dos poderes, temporal y espiritual, y la supremacía de la moral sobre la política. Nuestras simpatías por el venerable pasado del catolicismo, se extienden justamente a sus sinceros representantes actuales, que, por incompetentes que sean para resolver los graves problemas que ofrece hoy la sociedad, mantienen, sin embargo, en medio de la irreligiosidad moderna, el sentimiento y los hábitos religiosos, hasta que el Positivismo venga a darles una dirección más elevada, más santa, más social. La permanencia del catolicismo en el seno de nuestra civilización, a pesar de su incompatibilidad manifiesta con la ciencia positiva y con la actividad industrial, está además demostrando, aun a los más ciegos revolucionarios, que la sociedad no puede vivir sin religión, y que, sólo aceptando la Religión de la Humanidad, dejará de perpetuarse indefinidamente el teologismo.
Más respeto y simpatía nos inspira el catolicismo, cuando consideramos que su principal apoyo es la mejor porción de la humanidad, la que representa su bondad: la Mujer. En vano el negativismo y el materialismo científico se han agitado en torno suyo, durante siglos; ella permanece siempre fiel a la doctrina católica, que sabe hablar al corazón, centro de la existencia femenina. Ella, que no vive sino por el sentimiento, por los afectos tiernos y delicados, da un precio infinito a esas prácticas religiosas que, como el rezo, tienden a cultivarlos y perfeccionarlos, y no las abandonará jamás, obligándonos felizmente así, a darle esas mismas prácticas, purificadas y engrandecidas por una religión superior. Angel guardián del santuario doméstico, encargada de velar, ante todo, por la moralidad de la familia, la mujer buscará siempre una religión que consagre su autoridad, y que le suministre los principios y los medios eficaces para mantener al hombre en el camino de la virtud. La mujer católica merece doblemente nuestra gratitud, por habernos conservado y transmitido incólumes, al través de la anarquía revolucionaria, los nobles hábitos morales de la Edad Media y por servir al hombre emancipado, de perpetuo recuerdo de la necesidad de una religión
Pero no sólo abrigamos sinceras simpatías por el catolicismo, sino que estamos, además, convencidos de que del medio católico han de surgir muy pronto los mejores fieles de la religión final. Los católicos poseen, en efecto los hábitos de religiosidad, de cultura moral, que el Positivismo exige de sus fieles, y que son tan difíciles y, a veces, imposibles de adquirir para aquellos que han abandonado y mirado con desprecio, desde largo tiempo, toda religión. Por eso Augusto Comte decía admirablemente: “El catolicismo debe constituir hoy en la mayor parte de las evoluciones individuales, la mejor preparación al positivismo; y es necesario desear, para el bien público y para la felicidad privada, que las almas permanezcan católicas hasta que se hagan positivistas, evitando todo escepticismo”. Los católicos honrados e inteligentes, los que se preocupan, sobre todo, de los intereses morales de la sociedad, aceptarán el Positivismo, cuando se les muestre que solamente él puede salvar esos sagrados intereses, tan comprometidos hoy por el grosero materialismo científico-industrial. La mujer y el sacerdocio católicos, por la naturaleza misma de sus funciones, serán los primeros en sentir la necesidad y la oportunidad de la más completa y de la más santa de las religiones.
O el clero católico ha perdido toda noción y sentimiento de sus altas funciones morales y sociales, y no se preocupa sino de vivir, o el Positivismo, que restituye al poder espiritual su antigua dignidad y esplendor, no tardará mucho en despertar profundas simpatías en él, si no las ha despertado ya. ¿Cuántas abnegadas naturalezas sacerdotales no habrá, que sufren al contemplar la poca influencia social que poseen, al ver que sus consejos son desoídos, y no pesan, en manera alguna, en la marcha de los negocios humanos? Muy penoso debe serles el presenciar, con frecuencia, que sus mejores discípulos se emancipan de su dirección espiritual, apenas entran en las tareas activas de la vida. Tales naturalezas no pueden menos de mirar hoy con simpatía, y de abrazar aún la gran doctrina, que viene a reconstruir el sacerdocio sobre bases indestructibles, a darle la fuerza mental, y la social indispensables para moralizar la fuerza material. Con la Religión de la Humanidad volverán a ejercer dignamente las cuatro grandes funciones de todo poder espiritual completo: dar a todos los hombres una educación común; servir de reguladores e intermediarios entre los individuos, entre las clases sociales, y entre las diversas patrias; consagrar todas las funciones sociales, por modestas que sean y, por último, juzgar y conmemorar a los hombres según los servicios prestados a la Humanidad. El oficio esencial del sacerdote es dirigir al hombre por el camino del bien, hacer triunfar siempre la moral en todas las relaciones humanas. Los sacerdotes inteligentes, sinceros y entusiastas, viendo en el teologismo un instrumento gastado ya, e insuficiente para llenar ese santo oficio, están moralmente obligados a aceptar el Positivismo, que dispone de mayores fuerzas para hacer predominar el altruismo sobre el egoísmo.
Si las almas elevadas del sacerdocio católico, por el carácter de sus funciones, se encuentran en aptitud de comprender la verdad y la grandeza de la nueva fe, mejor dispuestas para abrazarla deben estar las nobles naturalezas femeninas. La mujer, cuya ternura tiende siempre a la fusión completa de las almas, siente más que nadie el inmenso vacío que existe entre ella y el hombre por la decadencia del catolicismo. El desprecia y ataca lo que ella adora y defiende.
Las madres y las esposas pierden cada vez más su dulce y benéfica autoridad moral, pues sus mejores consejos son ordinariamente considerados como simples preocupaciones de una religión caduca. La experiencia les prueba que los hombres no volverán a la antigua fe. Aceptarán, pues, con reconocimiento, la única doctrina que concilia definitivamente el amor y la ciencia, que conviene tanto a la ternura femenina como a la razón y energía masculina, y que inviste a la mujer de una suprema y santa influencia, proclamándola la providencia moral de nuestra especie.
Inspirándose en el verdadero fin social de la religión, y viendo la marcha siempre creciente de la anarquía irreligiosa, los partidarios sinceros del catolicismo vendrán a engrosar las filas del Positivismo. No habrá ningún sacrificio en esta transformación, porque pasarán a una religión que, conservando y mejorando sus bellas tradiciones, los conduce a una vida religiosa más estable, más pura y más elevada. Fácil es, en efecto mostrarles la incontestable superioridad mental, afectiva y social de la Religión de la Humanidad sobre la religión de Dios.
Muy poco necesito insistir sobre la evidente inferioridad de la base mental del catolicismo. La duda y la herejía acompañaron, desde el principio, a casi todos sus dogmas, como que eran construcciones esencialmente subjetivas. Hoy, delante de los progresos de la razón humana, hasta los mejores corazones sienten vacilar su fe. Ya casi no existen verdaderos católicos, exclamaba un predicador desde lo alto de la cátedra de San Sulpicio, en París, es decir, fieles que dirijan en todos los momentos de su vida, sus afectos, sus pensamientos y sus acciones hacia Dios. En efecto, la creencia y el sentimiento de la intervención divina en los fenómenos del mundo y de la sociedad, disminuyen rápidamente en presencia de la imponente regularidad que descubre en ellos la ciencia positiva, y del poder creciente que ejerce sobre ellos el arte humano. El Positivismo espontáneo penetra hoy de tal manera los hábitos, que cada día se hace más difícil al catolicismo implantar, en la práctica de la vida, el ideal que siempre ha perseguido: establecer una relación exclusiva y continua del hombre con Dios. En vano se intenta hacer revivir el teologismo; ya no tiene raíces en nuestra inteligencia.
Por el contrario, todo anuncia que ha llegado, por fin, el eterno imperio del Positivismo sistemático. Aunque construido subjetivamente, es decir con una destinación humana, su base y sus materiales son esencialmente objetivos, reales, y resultan de una lenta y difícil elaboración científica que viene desde Tales hasta Augusto Comte. Sus dogmas demostrables se imponen necesariamente a la razón humana, y sólo el egoísmo, ciego perturbador del entendimiento, se negará por algún tiempo a reconocerlos. La existencia de la Humanidad, lejos de temer la reflexión y el estudio, recibirá de ellos una perpetua confirmación, pues todo, a nuestro alrededor y en nosotros mismos, nos está hablando de sus incesantes beneficios. Vivimos realmente por la Humanidad, en ella y para ella; nos falta solamente tener plena conciencia de esta gran verdad. Con la educación sistemática del positivismo, la Familia y la Patria, cuya noción y sentimientos son casi espontáneos en nosotros, pasarán a ser simples miembros y representantes de la Humanidad. Así directa o indirectamente, nuestra vida se concentrará en el Gran Ser real; hacia él convergerán naturalmente nuestros sentimientos para amarlo, nuestros pensamientos para conocerlo, y nuestros actos para servirlo.
Altamente superior al catolicismo por su base intelectual, el positivismo no conseguiría, sin embargo, reemplazarlo, si no satisficiera, mejor que él, a los dulces afectos, a los nobles sentimientos del corazón humano, que forman el dominio esencial de la religión. Pues bien, es ante todo. en nombre de un amor más puro y desinteresado, en nombre de una moral más humana, más social, más simpática, que nosotros venimos a tomar la dirección religiosa de la Humanidad. La principal fuerza del Positivismo, su más bello título de gloria, su verdadera superioridad sobre el catolicismo, consiste precisamente en conducir al hombre y la sociedad, a un mayor grado de perfección.
Toda doctrina religiosa señala un fin a la vida humana. El catolicismo lo hace consistir en la salvación personal, en merecer la felicidad eterna en el paraíso celeste. Sin duda consiguió de ese modo, por largo tiempo, reglar nuestra existencia, comprimiendo sobre todo los malos instintos. Pero ese fin envuelve una preocupación esencialmente egoísta; hay en él un llamamiento continuo a la personalidad, al cuidado de sí mismo, sin ninguna estimulación directa al sentimiento social, al servicio de los demás. Las buenas obras del católico, su amor a Dios, sus oraciones, su culto, van siempre empañados por la sombra egoísta de la esperanza en las recompensas de la otra vida, o del temor a las penas futuras. De ahí que las mejores almas del catolicismo lucharan, sin cesar, por desprenderse del egoísmo cristiano, y aspiraran a la plenitud de la abnegación pura y desinteresada. Conocidos son esos sublimes arranques del más elevado altruismo, atribuidos con justicia al amante corazón de Santa Teresa:
No me mueve, mi Dios, para quererte,
El cielo que me tienes prometido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Aunque no hubiera cielo yo te amara.
Y este mismo amor a Dios por grande influencia que haya ejercido sobre el alma del católico, apartaba de las simpatías humanas y tendía a separar al hombre de la Humanidad. Mirando la tierra como un triste lugar de destierro, y considerando las afecciones terrestres como un obstáculo en su marcha hacia el cielo, el católico ferviente no puede tomar un vivo interés por los destinos progresivos de nuestra especie. Hasta en la fórmula moral del catolicismo, aparece ese carácter personal, pues sanciona el egoísmo, presentando el amor de sí mismo como tipo del amor a los demás: Ama a tu prójimo como a ti mismo.
Agotados ya los servicios provisorios de la moral teológica, se alza hoy, en toda su pureza y majestad, la moral positiva. Su superioridad deriva del fin social que asigna a la existencia humana. No nos destina a salvarnos personalmente sino a abnegarnos socialmente, a vivir para los demás. Nos pide concentrar gratuitamente nuestros afectos, nuestra vida. en la Humanidad, en el Ser que nos ama y protege, y que necesita, al mismo tiempo, de nosotros. Reconociendo en nuestra alma las afecciones benévolas, sabe que ella es capaz de consagrarse al servicio de los demás, sin la esperanza de una recompensa cualquiera, por la sola satisfacción que procuran el ejercicio del bien y el sentimiento del deber cumplido. En el Positivismo llegamos, por fin, a la plenitud del amor, que sólo busca el bien de la persona amada, y que dispone al absoluto sacrificio de sí mismo. Vale más amar que ser amado, vale más dar que recibir: he ahí las fórmulas características del verdadero corazón positivista.
Esta diferencia entre las dos morales, se explica por la concepción que cada una se forma sobre la naturaleza humana. La católica supone al hombre exclusivamente egoísta, dotado sólo de malas pasiones. En él no existen, según ella, los buenos sentimientos, ni los ímpetus generosos que lo llevan al bien; estos son únicamente los dones gratuitos de la divinidad, que constituyen la Gracia. La lucha permanente entre la Naturaleza y la Gracia sirven de base fundamental a la religión de San Pablo. Teniendo tal concepto del alma humana, es natural que el catolicismo crea indispensable, para llamarla al bien, el aliciente de la recompensa y el temor del castigo, en una vida futura y perdurable.
Sobre una base más real y más noble, reposa la concepción positiva de la naturaleza humana, pues, desde fines del siglo pasado, quedó demostrada la existencia de los instintos simpáticos o altruistas, en el hombre, a saber: el apego, la veneración y la bondad, que nos ligan respectivamente a nuestros iguales, a nuestros superiores y a nuestros inferiores, y, por ellos, al presente, al pasado y al porvenir de la Humanidad. La lucha entre la Naturaleza y la Gracia se reduce, pues, al combate incesante entre el egoísmo y el altruismo, entre los instintos personales y los instintos sociales. Subordinar el egoísmo al altruismo, la personalidad a la sociabilidad, he ahí el eterno problema de la vida individual y colectiva. Sabemos que la unidad, la paz y la felicidad del alma residen en el triunfo del altruismo, en el ejercicio y desarrollo continuo de los buenos sentimientos; y por eso, para obrar bien, no necesitamos de la promesa de una recompensa futura, que no haría sino excitar nuestro egoísmo. En el amor, la adoración y el servicio de la Humanidad, encontramos nosotros el verdadero cielo prometido a los católicos.
El amor de la Humanidad es santo, noble, puro y desinteresado. Eleva, purifica y engrandece nuestra vida individual y pasajera, ligándola a los eternos destinos del género humano. La veneración, la virtud religiosa por excelencia, recibe de la religión positiva un desarrollo desconocido hasta ahora; porque, estableciendo una plena continuidad entre las épocas sucesivas de la historia, nos hace venerar todo el conjunto de nuestros predecesores, las grandes naturalezas de todos los tiempos y lugares. Nuestra bondad, la suprema facultad del amor, adquiere, asimismo, una grandeza incomparable, extendiéndose no sólo a todos los pueblos en el presente, sino también a la inmensa serie de las generaciones venideras, cuya suerte está hoy confiada a nuestras manos. Por el amor y el culto a la Humanidad, viviremos, cada vez en mayor comunión de simpatía, con las nobles almas que fueron y con las que están por venir, recibiendo de ellas las dulces y enérgicas inspiraciones que nos alejan del mal y nos conducen al bien. Lejos de separarnos de la Familia y de la Patria, el amor de la Humanidad nos une más estrechamente a ellas, pues esas dos asociaciones fundamentales no son sino los elementos y los órganos necesarios del Gran Ser. El amor de la Patria y el amor de la Familia son las dos alas indispensables para elevarse dignamente hasta el amor de la Humanidad.
En todo, nuestra religión, es superior al catolicismo, por el fin altruista que asigna a la vida humana. El rezo no es ya, como en la teología cristiana, una petición interesada, sino lo que ha sido siempre para las almas superiores, una expansión afectuosa del corazón, un puro canto de amor y de reconocimiento. Tres veces al día, recuerda el positivista los inmensos beneficios, los solícitos cuidados materiales y morales de que lo rodea continuamente el Gran Ser, por medio de su mejor representante, la mujer; y, avivada así su sincera gratitud, la expresa con ardiente afecto e inspirado acento. El rezo es para el positivista el ideal de la vida: en él reúne y embellece sus más puras afecciones; en él busca y engrandece las inspiraciones de su inteligencia, y en él perfecciona sin cesar la más noble porción de su alma, el corazón. Ahí, en la contemplación de los mejores tipos de pureza y de bondad, que le ha sido dado conocer, retempla sus fuerzas morales para refrenar las bajas pasiones, y mantener siempre viva la llama del altruismo, o de la gracia, según la expresión católica.
Estas santas efusiones de nuestra alma, van dirigidas, sobre todo, a los ángeles guardianes, a quienes la Humanidad ha confiado nuestro principal perfeccionamiento, el perfeccionamiento moral. El culto de la mujer, instituido, por primera vez, por el Positivismo, bastaría para mostrar su inmensa superioridad moral sobre el catolicismo. Si bien es cierto que éste elevó a la mujer en dignidad, recomendando la pureza, fueron solamente los caballeros de la Edad Media, los que, impulsados por la ternura, bosquejaron, aunque de una manera pasajera, el bello culto femenino. Aun en medio de los más graves peligros, la dama de su amor triunfaba a menudo, en el corazón del caballero, sobre el Dios de su fe. Esta lucha dolorosa no existe para el corazón del positivista; ve, en la mujer amada, la imagen más perfecta del Gran Ser, la que representa sus mejores cualidades: la ternura y la pureza. En la madre, la esposa y la hija, en esos tres ángeles que embellecen y mejoran nuestra existencia, el positivista reconoce y adora el pasado, el presente y el porvenir de la Humanidad. Bajo sus suaves y amorosas alas, siente crecer su altruismo, y marcha siempre alegre por los senderos del bien.
Realzando la dignidad y la influencia femenina, el Positivismo perfecciona los lazos fundamentales de la familia, principalmente el del matrimonio. Para acordar el sacramento que consagra religiosamente esta unión, exige la promesa de la viudez eterna, completando así la monogamia, convertida hasta ahora en poligamia sucesiva por las segundas nupcias. Esta nueva condición se deriva naturalmente de la sublime teoría positivista del matrimonio. Según ella, esta unión está destinada, sobre todo, al perfeccionamiento mutuo de los dos sexos, en beneficio de la sociedad, y no a la propagación de la especie, como lo sostenían las doctrinas anteriores. Ese noble fin no puede terminar por la muerte de uno de los esposos; al contrario, su memoria idealizada entonces, debe seguir mejorando, con mayor eficacia, el corazón del que sobrevive. Las bellas naturalezas no mueren jamás; viven para siempre en el alma de los que las armaron y conocieron.
No puedo, en este corto resumen, insistir en todas las demás instituciones y preceptos morales en que el Positivismo se muestra muy superior al Catolicismo. Réstame señalaros su manifiesta superioridad para organizar y dirigir la sociedad moderna.
A nadie se le oculta la insuficiencia actual del catolicismo para resolver las graves cuestiones sociales que se levantan en el seno de cada país, y las que surgen de las relaciones continuas de los diferentes países entre si. En un tiempo, en los siglos de la Edad Media, el sacerdocio católico supo favorecer admirablemente el desarrollo de la Humanidad, porque, tratándose entonces, como lo he dicho, de cultivar sobre todo el sentimiento, la destinación futura de su doctrina, le permitía llenar ese grande oficio. Pero hoy, en presencia de esas inmensas fuerzas industriales e intelectuales, cuyo nacimiento favoreció y cuyos progresos quiso al fin detener, en presencia de las nuevas necesidades sociales, permanece impotente, y se encierra en el cuidado exclusivo de su propia existencia, cada día más amenazada por la creciente anarquía moderna. Creada para una situación transitoria de la Humanidad, y aspirando siempre a la otra vida, la doctrina católica nada puede decir y nada dice, en efecto cuando ha llegado la época de organizar finalmente nuestra vida terrestre. Ante las justas y enérgicas reclamaciones de los proletarios, ante los abusos y extravíos de los poseedores de las riquezas materiales e intelectuales, no tienen ya ni valor ni eficacia los consuelos prometidos a los primeros en una vida mejor ni los vagos preceptos de la caridad cristiana dados a los segundos. Ha perdido de tal modo su poder el sacerdocio católico, que ya no procura intervenir enérgicamente para impedir las guerras; se contenta con entonar Te Deum en honor de los vencedores. Ha abdicado, pues, por completo, su antiguo rol de consejero y regulador en la dirección general de los negocios humanos.
El Positivismo, por el contrario, está en aptitud de reorganizar definitivamente la sociedad moderna, porque se apoya en el estudio más profundo que se haya hecho hasta ahora del organismo social. De ahí que prescriba, con irresistible autoridad, los deberes de todas las funciones sociales, para que puedan concurrir en armoniosa síntesis al mayor bien de la sociedad. A los poseedores de la fortuna les encarga la conservación de los bienes materiales que nos legó gratuitamente el pasado, para transmitirlos mejorados a nuestros descendientes. Ellos son los directores necesarios de la industria humana, y tienen, por consiguiente, el deber sagrado de asegurar la existencia y la felicidad de los obreros, que ellos dirigen, y que son, en realidad, los creadores de todas nuestras riquezas. El patriciado industrial, bajo la influencia de la Religión de la Humanidad, hará consistir su felicidad en velar por la suerte del proletariado, que forma la inmensa mayoría de la sociedad; en suministrarle, por el salario, los medios de sustentar modestamente su familia y de desarrollar así su vida moral. Los proletarios, a su vez, reconocerán, por la enseñanza positivista, la necesidad de las grandes concentraciones de fortuna, indispensables a los progresos industriales, y se sentirán más felices, gozando, sin cuidado de los dulces placeres de la familia, que los ricos, continuamente preocupados de los inmensos intereses que están bajo su responsabilidad. Así quedará realizado el programa social que nos legó el régimen católico-feudal: incorporar el proletariado, libertado por él, a la sociedad moderna; así quedará fundado el régimen de la sociocracia final, en que todas las fuerzas humanas estarán dirigidas al bienestar común.
A la noción clara y precisa de los deberes que la armonía y cooperación sociales requieren, el Positivismo une, al mismo tiempo, el medio eficaz de hacerlos imperar en la práctica: la existencia de un sacerdocio que eduque, coordine y represente la opinión pública. Esta, atributo esencial de la sociabilidad moderna, existe actualmente, aunque muy debilitada por la ausencia de una doctrina común, y por la incompetencia intelectual y moral de sus directores habituales: los diaristas, los simples literatos. Pero ella adquirirá una fuerza, a la cual nadie osará resistir, cuando se unifique y consolide por medio de las convicciones profundas y universales que engendrará el Positivismo, y cuando esté dignamente representada por órganos competentes, cual serán los sacerdotes positivistas. Estos, condensadores necesarios de los capitales intelectuales de la Humanidad y representantes públicos de la moral, después de haber dado a todos los hombres, en la educación, los principios generales de la conducta pública y privada, se los recordarán con frecuencia, cuando, entrados en la vida activa, tienden a olvidarlos. Con voz autorizada y unánimemente respetada, en el nombre sagrado de la Humanidad, llamarán a los fuertes y a los débiles, a gobernantes y gobernados, al exacto cumplimiento de sus deberes recíprocos. Si el culpable resistiere a los llamados del sentimiento y de la razón, el sacerdocio apelará entonces a la fuerza coercitiva, pero puramente moral, de la opinión pública. En los casos extremos, el rebelde, bajo el peso de la excomunión sacerdotal, se vería abandonado hasta del último de sus servidores.
Aunque puesta, en sobrada evidencia, la inmensa superioridad del Positivismo sobre el catolicismo, bajo todos sus aspectos, mental, afectivo y social, ella resaltará aún más, si comparamos los nombres y los fundadores de ambas doctrinas.
Católica quiere decir universal, y ese bello calificativo es, al mismo tiempo, el mejor título de gloria de la doctrina que lo lleva y la mejor prueba de su condenación. El catolicismo, en efecto, introdujo por primera vez, en los espíritus, la noble aspiración de unificar toda la raza humana bajo una creencia común. Desde entonces quedó impresa para siempre, en las almas superiores, la santa idea de que la verdadera religión, como el verdadero amor, debe abrazar a la Humanidad entera. Pero ¿ha realizado acaso, o está siquiera en camino de realizar el catolicismo su sublime propósito? Responda por mí la historia con su imparcial e inapelable justicia.
Después de dieciocho siglos de existencia, el catolicismo sólo impera sobre una mínima porción de nuestra especie. Obtenidos sus primeros y rápidos triunfos, una serie de defecciones y derrotas han manifestado después su impotencia para llegar a la universalidad. El cisma griego se apodera muy pronto del oriente europeo, que no ha vuelto ni volverá jamás a la unidad católica. El mahometismo le arrebata el Africa y hasta los lugares de su nacimiento, y después de varios siglos de lucha, el catolicismo siente la imposibilidad de convertir a los mahometanos, como lo experimentó el propio San Francisco de Asís, que, en su inagotable celo apostólico, intentó en vano esa conversión. El protestantismo vino, en fin, a romper la unidad católica en el seno mismo de la civilización occidental, destruyendo la autoridad pontificia en el norte de la Europa.
No es esto todo. Después de la revolución protestante, la incredulidad y el escepticismo siguieron haciendo su camino en los países católicos, sobre todo en Francia, y el siglo XVIII representa el reinado de la emancipación y del libre pensamiento. Verdad es que los excesos de la Revolución francesa, y la incompetencia de las doctrinas negativas para dirigir la sociedad, provocaron una fuerte reacción católica a principios del presente siglo, y pudo creerse, por un momento, que el catolicismo iba a reconquistar su imperio sobre los espíritus. ¡Vana ilusión! A pesar de los laudables esfuerzos y del talento incontestable que desplegaron en su defensa, De Maistre, Bonald, Lamennais, Chateaubriand, Balmes, Lacordaire y varios otros ilustres pensadores y escritores católicos, su decadencia se ha acentuado cada vez más, y su antiguo poder se encuentra ya, por todas partes, enteramente aniquilado. Y si su fe no puede mantenerse ni siquiera en los países en que ha dominado por tantos siglos ¿cómo puede pretender todavía al dominio de toda la tierra? Delante de este fallo inexorable de la historia, los espíritus elevados y los nobles corazones, que aspiran a la unidad del género humano en el amor y en la fe, están en el deber de buscar, fuera del teologismo, la doctrina universal.
El Positivismo no tuvo necesidad de manifestar, en su nombre, su aspiración a la universalidad, porque su carácter real y demostrable le aseguraba el predominio definitivo sobre todos los espíritus. La creencia en el doble movimiento de la Tierra, llegará a ser necesariamente una creencia universal, aunque habrá siempre pocos hombres en estado de demostrarla. Lo mismo sucederá con los demás dogmas del Positivismo, sea que se refieran al orden material, o al orden social y moral.
Gracias al genio de Augusto Comte la palabra positivo, tiene hoy siete significados, a saber: real, útil, cierto, preciso, orgánico, relativo, simpático, cuya íntima combinación basta para caracterizar convenientemente la síntesis positiva. A1 carácter primitivo de realidad, sus verdades deben también unir el de utilidad, quedando así condenadas las que engendra solamente una vana curiosidad científica, sin destinación social. Igualmente ciertas todas las concepciones positivas son también precisas, pero más o menos según el grado de su complicación. El espíritu positivo es además, por naturaleza, esencialmente constructor, orgánico, y afirma que, en el orden social, no se destruye sino lo que se reemplaza. La relatividad del Positivismo brilla, sobre todo, en su apreciación histórica de las diferentes doctrinas religiosas, que juzga verdaderas y útiles con relación al momento de la evolución humana en que florecieron; y desde sus primeros trabajos, Augusto Comte había proclamado que no existe otra verdad absoluta sino que todo es relativo. La simpatía constituye el último y principal atributo de la síntesis final, pues, para ella, no hay nada más positivo, ni más real que el amor, única fuente de nuestra felicidad, principio y fin de nuestra sabiduría. En adelante, la palabra positivo será sinónima de bueno y verdadero, porque el Positivismo desecha completamente la ciencia que no conduce al amor, como una ciencia vana e inútil.
Hijo exclusivo del sentimiento, el catolicismo tuvo por fundador al gran San Pablo, cuya eminente cualidad consistió en su infinita bondad, en su ardiente altruismo, que no ha sido jamás sobrepasado. Llevado de su inagotable sociabilidad, se hacía todo a todos para ganarlos a todos al bien y a la verdad. Fruto de la santa unión entre el amor y la ciencia, el Positivismo fue fundado por la más grande de las existencias que la Humanidad haya producido hasta ahora, pues Augusto Comte reunió al mismo tiempo, en su alma, el genio de Aristóteles y el corazón de San Pablo, fortificados por una incomparable energía. Y carácter distintivo de esta fundación: en ella ejerció una influencia decisiva el sexo amante, dignamente representado por una joven adornada de las más bellas cualidades morales e intelectuales, Clotilde de Vaux. Fue ella la que, iluminando con su ternura el espíritu del Maestro, le condujo, de los áridos dominios de la filosofía, al santuario de la religión final. Esta consagración femenina vino a poner el último sello a la superioridad de la Religión de la Humanidad sobre la Religión de Dios.
Si en vista de esta irrefragable superioridad, los católicos están en el deber de abandonar su doctrina y venir a la nuestra, esta transformación puede ser considerablemente facilitada por el sacerdocio católico, si sabe colocarse a la altura de la gran misión que le asigna hoy el Positivismo. Hay un punto capital en que las dos doctrinas se tocan y se abrazan, por decirlo así: la concepción y el culto de la Virgen Madre. Bajo la acción de la ternura caballeresca y del sentimiento creciente de la Humanidad, el bello culto de la Virgen María ha tomado una preponderancia cada vez mayor en los pueblos católicos, en Italia y España, sobre todo. Esa suave creación de la Edad Media, que reúne en sí lo que hay de más grande y noble en la naturaleza humana, la ternura y la pureza femeninas, la bondad materna y la castidad virginal, es para el Positivismo la sublime Utopía que reúne su culto, su Dogma y su Régimen. La Humanidad, es decir, el gran Ser, real e ideal a la vez, que nos conduce a la perfección moral, será siempre adorado y reconocido bajo la forma de una virgen, teniendo en sus brazos el fruto y el objeto de su amor. Esa Utopía nos recuerda también cuál debe ser nuestra principal actividad: el perfeccionamiento moral, esto es, la purificación continua de nuestros instintos egoístas, especialmente del más perturbador de entre ellos, el instinto sexual, y el desarrollo indefinido y constante de nuestras inclinaciones altruistas. La conciliación completa de la ternura y de la pureza es el término ideal del progreso humano; ella significa el triunfo definitivo del bien sobre el mal, del altruismo sobre el egoísmo.
El teologismo, acercándose progresivamente a la realidad, humanizó cada vez más su tipo ideal e imaginario. El culto de Dios se transformó primero en el culto del Cristo, en el que estaban íntimamente combinadas la divinidad y la humanidad. Por último, la parte preponderante del culto católico ha pasado a ser la adoración de la Virgen Madre, en la que sólo existe la pura humanidad. “Nadie se salva sino por ti, oh Virgen María”, ha dicho finalmente el catolicismo por la boca de sus más grandes santos. El Positivismo, en su idealización progresiva de la realidad, llega también a la concepción de la Virgen Madre. Constata primero que la mujer es la fuente de nuestra salud moral y ve en ella la mejor personificación de la Humanidad; pero, para que su influencia sobre nosotros se haga enteramente pura y santa, desprovista de toda excitación de nuestros bajos instintos, es necesario que la procreación humana llegue a efectuarse independientemente del hombre, por una simple reacción del moral sobre el físico, en las más nobles naturalezas femeninas. La Mujer, alcanzando así su último grado de perfección, la Virgen Madre, es la sublime Utopía positivista que debe dirigir y concentrar nuestros esfuerzos de perfeccionamiento moral; y lo que el catolicismo supuso obra del poder divino, la Humanidad lo realizará quizás un día en su continua ascensión hacia el bien.
San Bernardo, el más amante de los adoradores de la Virgen, decía a los católicos: “Si no queréis vivir sumergidos en los tormentos de la tentación, no apartéis los ojos de la estrella de salud, la Virgen María”. Augusto Comte dice también a los positivistas: Si queréis elevaros hasta el puro altruismo, hasta la paz completa del alma, fijad vuestra mirada en la Utopía de la Virgen Madre. No se puede subir en el camino de la perfección, si no se mira siempre más alto, si no se tienen los ojos fijos en un sublime ideal, inaccesible a los sofismas de las bajas pasiones.
El sacerdocio católico, obedeciendo a la voz sagrada de la Humanidad, debe hoy despojar y purificar al catolicismo de todo lo que tiene de teológico y egoísta, y reducir más y más su culto a la adoración de la Virgen. Que gradualmente la presente a los fieles como una verdadera idealización de la Humanidad, como el tipo de todas las perfecciones humanas, que debieran venerar e imitar. Que muestre a los hombres, en sus madres, en sus esposas y en sus hijas, las mejores aproximaciones de ese tipo, los ángeles de que la Humanidad nos rodea, para elevarnos hasta Ella. Así, el hombre, lejos de ver en la mujer la fuente del mal, como la teología lo enseñaba, buscará en ella la fuente de todo bien. Es a la mujer casta, pura y bondadosa, que irá siempre a pedir dulce aliento para continuar en el camino del bien, y reparador consuelo en medio de las desgracias inevitables de la vida. En ella concentrará entonces el culto de amor y de reconocimiento, que por tantos siglos dirigió a los seres imaginarios, realizando así las aspiraciones y presentimientos de la poesía moderna. Hace más de tres siglos, un poeta español proclamaba a la mujer nuestra providencia moral, en estos sentidos versos:
¿Qué valemos? ¿Qué somos? ¿qué merecemos, si la mujer nos faltase, a la cual se enderezase, el fin de lo que hacemos y pensamos?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
De ellas mana cuanto bien el hombre gana, y ellas son la gloria de ello, la guarda, firmeza y sello de nuestra natura humana.
Tal es la transformación necesaria que los dignos sacerdotes católicos están llamados a operar en el corazón y en el espíritu de sus fieles, para prepararlos a la conversión positivista. Por el culto de la Virgen Madre, de la Humanidad divinizada, ha de efectuarse la absorción espontánea y sistemática del Catolicismo en el Positivismo. La mujer, madre, esposa e hija, concluirá por revelar a todos la existencia de la Humanidad, nuestro único Dios verdadero.
Pero aun antes de esta transformación, el Positivismo debe formar bajo su supremacía reconocida, una santa alianza entre todas las almas religiosas, para destruir la anarquía moderna, siempre creciente. Subordinando las diferencias de dogma a la igualdad de fin, positivistas y católicos nos uniremos en defensa del sentimiento religioso, cada día más amenazado. Tenemos un enemigo común, la irreligión, el vicio; combatimos por una misma causa, la moralidad, la virtud.
Los momentos por que atravesamos son solemnes, terribles, para todo el que siente latir en su pecho un corazón generoso, que ama y busca el bien. La ola de la corrupción sube de día en día, de momento en momento; los caracteres se apocan y envilecen; las inteligencias se estrechan; la vanidad y el orgullo muestran erguidas y triunfantes sus cabezas; la veneración y el respeto se pierden; la ternura y la pureza se van de las almas; sécanse todas las fuentes del amor, bajo el pestilente soplo de un egoísmo que no se avergüenza ya ni de su nombre.
Delante de la inmensidad del mal que avanza, los verdaderos partidarios del bien se acercarán y se darán la mano, cualesquiera que sean sus creencias.
A los apóstoles de la Humanidad, corresponde naturalmente la iniciativa y la dirección suprema de esta noble liga de todas las almas religiosas contra los instintos irreligiosos. No sólo representamos el porvenir, el fin a donde irán a converger esos esfuerzos reunidos, sino que somos también los más fuertes delante del enemigo, a quien hemos quitado su única arma: la ciencia. Sólo nosotros podemos penetrar en el campo de los libres pensadores, y convertir a la religión a aquellos que conservan todavía el sentimiento de la veneración y el amor del bien, pero cuya razón emancipada no se someterá jamás a los dogmas indemostrables de la antigua fe. Por otra parte, las diferentes sectas teológicas, en su carácter absoluto, se atacan y condenan mutuamente, y no consentirán nunca en reunirse bajo la supremacía de ninguna de ellas. La convergencia necesaria de sus esfuerzos deberá, pues, verificarse, bajo la dirección de la única doctrina religiosa que mira a todas las demás con profunda simpatía, porque las considera como sus precursores indispensables.
Los católicos, sintiéndose cada día con menos fuerzas para detener la anarquía, que los invade a ellos mismos, serán los primeros en reconocer nuestra superioridad para conjurar el peligro. Entramos en la lucha, protegidos por las armas invencibles del amor y de la ciencia, y sostenidos por el conjunto de nuestros predecesores, por todo lo bello, lo verdadero y lo bueno que ha producido la Humanidad. Los católicos encontrarán en nosotros los protectores más sinceros y poderosos de su culto y de sus hábitos religiosos, pues mostraremos los innegables servicios que éstos prestan todavía a la sociedad. Consideramos el catolicismo muy superior al protestantismo, que no hizo despojar a aquél de sus instituciones más bellas y eficaces, como el dogma del purgatorio, el culto de la Virgen y de los santos, y el régimen de la confesión. Los pueblos católicos son los mejor preparados moral y socialmente, para comprender y abrazar la Religión de la Humanidad.
Esta santa alianza, que se realizará con mayor fuerza, el día en que la separación de la Iglesia y el Estado devuelva al catolicismo su dignidad e independencia perdidas, sacará a nuestra sociedad del letargo moral y del frío escepticismo en que yace. El progreso moral, el problema religioso, pasarán a ser la principal preocupación de los espíritus. Todos los corazones, fuera de aquellos cuya perversión es incurable, estarán obligados a decidirse entre el Catolicismo y el Positivismo, entre la religión que nos encamina al bien por la esperanza de la recompensa eterna, y la religión que nos pide una pura y sencilla abnegación, encontrando en ella la dignidad, la nobleza y la felicidad de la vida humana.
Señores:
En la belleza de su Culto, en la realidad de su Dogma y en la santidad de su Régimen, reconoceréis los caracteres decisivos de la única religión completa y definitiva, la Religión de la Humanidad. En su actitud para con las religiones del pasado, veréis que es la única que establece una plena continuidad en la marcha de los destinos humanos. Moisés, Confucio, San Pablo, y Mahoma presidieron a los progresos parciales y provisorios de ciertas razas y determinados pueblos; Augusto Comte, desde la altura de su genio y la grandeza de su corazón, preside hoy a la unión de todas las naciones, y presidirá para siempre a los eternos progresos del género humano.
Santiago de Chile, 13 de agosto de 1884.
[1] Conferencia-resumen de la exposición sobre la Religión de la Humanidad según el Catecismo Positivista de Augusto Comte (recogida en Religión de la humanidad. Separación de la Iglesia y el Estado; Positivismo y catolicismo. Santiago: Soc. Impr. “Universo”, 1923).
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